Un santo no es un hombre perfecto. Ignacio tampoco lo es más que otro cualquiera. Deja una herencia a la Compañía: un gran impulso, su espiritualidad, las Constituciones. Pero no ha previsto su sucesión.
El 4 de agosto de 1556, la Compañía se encuentra con dos «vicarios generales» a la cabeza: Diego Laínez y Jerónimo Nadal. Bobadilla, por su parte, intriga para imponer la dirección colegiada de todos los padres fundadores. Y lo que es más grave, Paulo IV exige que en menos de tres días se le envíen todas las bulas y las Constituciones de la Compañía. Por último, los jesuitas no saben exactamente quién va a participar en la Congregación general. La orden cuenta con un millar de miembros, pero de ellos no hay más que cuarenta y dos profesos, es decir, jesuitas admitidos a pronunciar los cuatro votos de pobreza, castidad, obediencia y sumisión al Papa, que son los únicos que pueden ocupar los cargos superiores de la Compañía. Las incertitudes jurídicas y las disputas por la precedencia amenazan romper la unidad apenas conseguida, pero la primera Congregación General queda por fin convocada para el 19 de mayo de 1558. El 2 de julio, los veinte electores que han podido acudir a Roma se reúnen bajo la presidencia del cardenal Pacheco, en la misma habitación en que ha muerto Ignacio. El cardenal puntualiza que lo único que el papa desea es ver que el nuevo general permanece en Roma.
Diego Laínez obtiene trece votos. Mayoría absoluta; y se convierte y en prepósito general. Termina así un largo y peligroso vacío de poder. Se evita también la seria amenaza de división, pero el consuelo dura poco tiempo. En los días siguientes, los padres manifiestan su adhesión a las Constituciones y confirman el texto. Pero saben que Paulo IV se mantiene firme en el asunto del canto coral en las iglesias de la Compañía, y no quiere ni oír hablar de un general elegido de por vida. La Congregación tiene así que legislar en régimen de libertad vigilada, y se encuentra ante un dilema muy embarazoso: por una parte, los jesuitas, que han hecho voto de obediencia a la Santa Sede, acaban de incluir la unión al papa como un distintivo específico de su orden; pero, por otra parte, han entrado ya en conflicto con Paulo IV. Para salir del apuro, escriben una carta, en la que en términos sumamente respetuosos dicen al papa que el decreto sobre el generalato vitalicio ha sido votado por unanimidad. Al tener conocimiento del mensaje, Paulo IV monta en cólera. Puede imaginarse el estado de ánimo de Laínez y Salmerón cuando, el 6 de septiembre, son recibidos en audiencia.
Dejemos que sea el padre Ravier quien relate el suceso. No deja de ser bastante divertido. «Paulo IV fue inmediatamente al grano: refunfuñaba en voz baja, pero no tanto como para que los dos padres no pudieran pescar lo esencial de la filípica: dijo que el gobierno de Ignacio había sido una tiranía, y que sólo entonces podía hablarse de elección de un general; y que puesto que se trataba de una primera elección, él, Paulo, juzgaba más oportuno que el cargo fuera trienal, sin perjuicio de que el mandato pudiera renovarse por un nuevo trienio, como se hace en otras partes. El viejo iba calentándose y, cuando abordó de pronto la cuestión del coro, aquello fue ya el delirio. Dijo que los jesuitas eran rebeldes porque no habían aceptado la recitación del oficio en el coro, y que lo que hacían con eso era llevar agua al molino de los herejes; tenía miedo de que cualquier día saliera de sus filas un nuevo Satán: el oficio en el coro era algo esencial y constitutivo de la vida religiosa, e incluso de derecho divino. Él, por su parte, estaba decidido a suprimir ese abuso patente. "Exijo —añadió—, que recitéis el oficio en el coro; si no, acabaréis herejes. Debéis hacerlo, por mucho que os cueste; y pobres de vosotros si no lo hacéis."»
Laínez deja pasar el huracán y contesta. ¿Los jesuitas rebeldes? Nunca ha habido orden formal del papa. ¿Los jesuitas herejes? A los compañeros los persiguen por su adhesión a la Santa Sede, y les llaman ya papistas. El alegato produce buen efecto. Se transige por una y otra parte. Paulo IV no impone la más mínima modificación de las Constituciones. Sus órdenes se ponen simplemente a continuación del texto, como adiciones que no comprometen más allá de su pontificado. La Compañía está salvada. La tempestad se calma.
El generalato de Laínez será uno de los más fructíferos. A su muerte, la Compañía de Jesús tiene ya 3 500 miembros repartidos en 18 provincias, y 130 establecimientos. Al contrario de Ignacio que, una vez general, apenas sale de la ciudad de Roma, Diego Laínez es un gran viajero. En 1561 está presente en el coloquio de Poissy, donde se esfuerza por apartar a Catalina de Mediéis del protestantismo. No olvida tampoco los intereses de la Compañía. La implantación en Francia ha sido difícil. Desde la primavera de 1540, Ignacio ha enviado a París un pequeño grupo. Todos los que lo componen son estudiantes. En 1550, una parte de los compañeros ha entrado en la casa del obispo Guillaume de Prat, conocida como «maison de Clermont». El cardenal de Lorena ha prometido a Ignacio cartas de naturalización, que recibe en efecto de Enrique II. Pero las cartas de patente del Parlamento no llegan. La desconfianza no hace más que aumentar después de la fundación del colegio de Billom (Auvergne) en 1556. Laínez consigue que la Compañía sea reconocida y abra colegios en Francia. A pesar de la violenta hostilidad del Parlamento y de la Universidad de París, que temen la competencia, se crean colegios en Verdún, Bourges, Chartres, Toulouse, Nevers y Pont-á-Mousson.
Laínez, agotado prematuramente, muere en 1565. Le sucede Francisco de Borja, que dirigirá la Compañía durante siete años. Duque de Gandía y virrey de Cataluña, ese hombre, amigo de Carlos V, ha renunciado a todos sus títulos para entrar en la Compañía. Luces y sombras caracterizan su sorprendente origen. Por su padre, era biznieto del papa Alejandro VI; por su madre, descendiente de un obispo español. Quizá quisiera expiar con sus sacrificios la vergüenza que pesaba sobre la familia. En cualquier caso, fue un religioso de gran virtud.
Al morir él, parecía que Polanco era el más indicado para tomar el mando, ya que durante tanto tiempo había sido el brazo derecho de Ignacio y había dejado su huella en la redacción de las Constituciones. Sin embargo, caso hasta ahora único en la historia de la Compañía, la Congregación General se somete a las presiones del papa Gregorio XIII y elige al belga Everardo Mercuriano. Viene después un período de crecimiento relativamente tranquilo, pero la Compañía tendrá que pasar por nuevas dificultades bajo el largo generalato de su sucesor Claudio Aquaviva (1581-1615).
Ese hombre, que tiene treinta y siete años cuando es elegido, cree percibir síntomas de relajamiento en la orden. Reacciona a golpe de instrucciones: obligación de la hora diaria de oración, retiro anual de ocho días, reglamentación del noviciado, del juniorado (estudios literarios) y del «tercer año» (último período de prueba después de los estudios de filosofía y de teología, y antes de los votos solemnes). Entre sus instrucciones más conocidas figura la famosa «Ratio studiorum», o programa de estudios, que ha seguido siendo hasta ahora la carta fundamental de la enseñanza en la Compañía.
Aquaviva tiene que resistir también nuevas presiones del papa. Sixto V, un hombre autoritario, quiere transformar las Constituciones y suprimir antes todo el nombre de «Compañía de Jesús», que encuentra ofensivo para las demás órdenes religiosas. En España, por otra parte, algunos jesuitas tratan de dar a la Compañía una forma más democrática. Un documento de reforma está ya preparado cuando muere el papa, en 1590. La cabala española continúa bajo Clemente VIII, sobre todo en 1595, cuando se intenta hacer nombrar a Aquaviva para la sede episcopal de Capua con el fin de verse libres de su autoridad, que se considera demasiado incómoda. Se organizan también varias maniobras para que la curia general de la Compañía se traslade de Roma a Madrid. De esa manera, podría vigilarse mejor la actividad del general. Pero la muerte de los papas es decididamente providencial. Y esta vez es la de Clemente VIII la que pone fin a las intrigas.
En Francia, donde la situación está muy lejos de haberse solucionado, un primer atentado contra Enrique IV, cuyo autor ha sido alumno externo de los jesuitas de Clermont durante un año, hace que se ordene una investigación. En la celda de un tal padre Guignard se encuentran libelos contra Enrique IV, que datan de tiempos de la Liga. La Liga era una Confederación católica fundada por el duque de Guisa en 1576. Se trataba de defender la religión católica contra los calvinistas y derrocar, de paso, a Enrique III y poner a los Guisa, jefes de la Liga, en el trono de Francia. Enrique IV, al abjurar el calvinismo, puso fin a la Liga, desacreditada por su alianza con Felipe III de España.
El padre Guignard es condenado a la horca y todos los miembros de la Compañía expulsados del reino (1595). A pesar de eso, se quedan en el sur, y Enrique IV cambia rápidamente de idea al enterarse de que los jesuitas, y de manera especial el cardenal Tolet, primer jesuita cardenal, han contribuido a que se le levantara la excomunión.
En 1604, deroga el decreto que prohíbe a los jesuitas residir en el país, y les confía el colegio de La Fleche. Por si fuera poco, el famoso padre Cotón se convierte en confesor del rey. Antes de que hayan pasado cuatro años, los colegios de la Compañía en Francia tienen 30000 alumnos.
A pesar de ese desarrollo tan prometedor, es en esa misma época cuando la Compañía ve formarse la larga cohorte de sus mártires. Inglaterra contribuye eficazmente a escribir esa página sangrienta de su historia. Después de un breve retorno al catolicismo con María Tudor, el anglicanismo se convierte en la religión del Estado. Los jesuitas no renuncian a enviar a Inglaterra a los padres Robert Persons y Edmund Campion. El primero, acusado y perseguido, logra escapar; el otro es arrestado, torturado y ejecutado en 1581. A pesar de las persecuciones, los jesuitas continúan su labor en la clandestinidad: desembarcan secretamente en la isla, y son recogidos por católicos que arriesgan su vida al ocultarlos. Viven escondidos en el espesor de los muros, y se mueven y trabajan por la noche: la vida de los resistentes. En 1625, son ya ciento cincuenta y forman una provincia. Durante dos siglos, los jesuitas ingleses tendrán que enviar a sus novicios al continente, sobre todo a Francia. Ironías del destino, es en Inglaterra, y sobre todo en Jersey, donde los jesuitas franceses encontrarán a su vez refugio cuando sean expulsados de su país a principios del siglo XX.
Los jesuitas han escogido la movilidad, y han acabado por ser vagabundos, a pesar del relativo sedentarismo impuesto por los colegios. Bajo el sexto general de la Compañía, Mucio Vitelleschi, y a lo largo de todo el siglo XVII, va a acelerarse el movimiento que había inaugurado Francisco Javier con sus tentativas misteriosas. El 15 de enero de 1544, Javier había escrito una carta patética que había producido gran ruido en Roma: «Muchas veces me entran ganas de gritar contra las universidades, principalmente contra la Universidad de París, como si estuviera en la Sorbona, y de ponerme a despotricar con todas mis fuerzas como loco y fuera de juicio. Dirigiría a voces mi discurso contra los que se preocupan de saber mucho antes que de hacer que su ciencia aproveche a los que tienen necesidad de ella.» La llamada no ha dejado de tener eco. A partir de 1578, el padre Alejandro Valignano, nombrado visitador y superior de todos los jesuitas del Extremo Oriente, hace largas y frecuentes visitas a Japón, de donde, por otra parte, los padres no van a tardar en ser expulsados. Esos viajes le han servido a Valignano para convencerse de una cosa: Europa nada sabe acerca de Japón. Comprende que antes de atreverse a presentar allí el mensaje cristiano es absolutamente necesario hacer un estudio profundo de la civilización y de la lengua, adoptar el estilo de vida japonés, y observar escrupulosamente sus reglas de cortesía. Valignano piensa también en China. Hace llamar a Macao al padre Ruggieri, y le manda dedicar todo su esfuerzo a conseguir un dominio completo de la lengua hablada por los mandarines chinos. En 1582 llama también a Matteo Ricci, que ha estudiado matemáticas y cosmografía en Roma con el padre Christophe Clavius, amigo de Galileo.
Ante la xenofobia china, lo primero que hay que hacer es encontrar algún medio para que le admitan a uno. Ricci empieza por vestirse como los letrados. Asiste a las ceremonias con una túnica de seda de color rojo oscuro, con vueltas bordadas en azul pálido. El cinturón es rojo, y el calzado de seda bordada. Ricci se deja crecer el pelo para poder hacerse una coleta. Él y Ruggieri obtienen permiso oficial para vivir en la provincia de Chao-Ch'ing, cerca de Cantón. Los dos hombres, sin ocultar su religión, proceden con prudencia, y se han provisto además de algunos inventos europeos que saben pueden despertar la curiosidad de sus anfitriones chinos. Poco a poco, gracias a su conocimiento de la lengua y de la historia chinas, se van ganando sus simpatías.
Al cabo de un año, se arriesgan a hacer imprimir una especie de catecismo presentado bajo la forma de un diálogo entre un filósofo pagano y un sacerdote cristiano. Mientras Ruggieri vuelve a Europa para pedir al papa que envíe una embajada que vaya a presentarse al emperador de China, Ricci, víctima de la envidia de los bonzos y de los letrados, es expulsado de Chao-Ch'ing. Trata inútilmente de establecerse en Ch'ao-Chou y en Nankín, y consigue después llegar a Pekín el 24 de enero de 1601.
El director de Aduanas le retiene, pero se le trata con consideración y puede enviar una solicitud de audiencia a la corte: «Vuestro humilde subdito conoce perfectamente la esfera celeste, la geografía, la geometría y el cálculo. Con ayuda de instrumentos, observa los astros y hace uso del gnomon. Sus métodos están enteramente conformes con los de los antiguos chinos.» Una hermosa tarjeta de visita, acompañada de varios regalos, entre ellos un reloj que tiene un movimiento muy gracioso. Sin embargo, la opinión del Li-Pou, el ministerio de Ceremonias (servicio de protocolo), es desfavorable. Pero el emperador, que está intrigado, no hace caso. Recibe a Ricci, le escucha y le aprecia. Se autoriza la construcción de una iglesia, y se da a los jesuitas una habitación en el interior de la «muralla rosa», zona reservada a los altos funcionarios. En 1605 hay en Pekín doscientos cristianos, y tres años más tarde se establece una nueva residencia en Shanghai.
Ricci, que tiene más de letrado que de sabio, a pesar de los títulos que invoca para ser recibido en la corte imperial, pide al general Aquaviva que le envíe un astrónomo de verdad. En 1607, ve satisfecho su ruego con la llegada de Sebastiano de Ursis, que se dispone de inmediato a hacer la reforma del calendario. Ricci, por su parte, escribe un libro de introducción a la fe cristiana: Verdadera doctrina del Señor del Cielo. Su obra se traduce después al coreano, al manchú y al japonés. Se convierte en el «nuevo Confucio». Varios letrados y funcionarios abrazan su fe. Los nuevos convertidos no son gente mediocre y profesan el cristianismo con un celo que produce una gran impresión en el pueblo. Entre ellos está Sin, un alto dignatario, que se hace a su v«: misionero. Pero, a pesar de eso, Ricci no se confía. Ya antes de llegar a Pekín decía que avanzaba «con pies de plomo», y esa misma actitud la mantendrá hasta que muere, el 11 de mayo de 1610, a los cincuenta y ocho años. El emperador manda que se le hagan funerales nacionales, una muestra de amistad que es como un reconocimiento oficial del cristianismo.
Longobardi, el nuevo superior de los jesuitas chinos, sigue los mismos principios de adaptación que Ricci, pero da prioridad a las masas en lugar de dársela a los letrados. Esa evolución merece que nos fijemos en ella. Durante mucho tiempo, la «estrategia» jesuítica ha pasado por ser un acercamiento exclusivo a las clases altas. La verdad es que muchas veces, si ha favorecido a las capas superiores, ha sido únicamente cuando éstas, en virtud de su poder, impedían todo contacto con las masas populares. El caso de China es típico. Es verdad que Ricci se dirige a la cima de la jerarquía social, pero sus compañeros amplían mucho su campo de acción. En 1615, Longobardi envía a Roma al padre Triganet a pedir autorización para utilizar la lengua china en la liturgia. Busca también apoyos para formar un clero indígena. Triganet vuelve con un nuevo equipo de misioneros, entre ellos Adam Schall, un notable astrónomo alemán, que se convierte en confidente del emperador. Esa protección permite albergar grandes esperanzas. En 1617, los cristianos chinos son ya 13 000.
Pero todos esos progresos no se hacen sin obstáculos ni envidias. Schall, víctima de una intriga, es condenado a muerte, y no a una muerte cualquiera, sino a ser cortado en diez mil pedazos. La aparición de un cometa, un temblor de tierra y el incendio del palacio imperial le salvan la vida, no sin cierta ayuda de su colega el flamenco Verbiest que, al haber previsto un eclipse con más precisión que su rival chino, restablece la autoridad de los jesuitas.
En 1661, la muerte del emperador pone en el trono a un niño de ocho años, K'ang Hsi, que será un gran jefe de Estado, y también gran amigo de los jesuitas. A petición de ellos, mitigará las persecuciones que sufren en las provincias, y en 1692 promulgará un edicto de tolerancia en favor del cristianismo.
Hasta fines del siglo XVII, la misión de Pekín y de China depende jurídicamente de la provincia de las Indias, que está bajo la protección de Portugal desde el envío de Francisco Javier. A partir de 1688, se une a ella una misión francesa. En aquella época, se estaba trabajando en Francia en el estudio de la geografía y, para hacerlo, eran indispensables las expediciones científicas. Se pide la colaboración de los jesuitas en las Indias y en China. Louvois, sucesor de Colbert en la corte de Luis XIV, pide a la Compañía «seis jesuitas versados en las matemáticas». Las intenciones del ministro no estaban desprovistas de propósitos políticos. Lo que buscaba era poner fin a la influencia portuguesa en el Extremo Oriente. La geografía da mucho de sí, pero los jesuitas aceptan, y el rey financia el viaje. En 1700, la misión francesa de Pekín recibe un estatuto independiente.
Esa situación privilegiada no va a dar los frutos que se esperaban de ella. Los franceses llegan allí en el momento culminante de una crisis que va camino de reducir a la nada la obra de Ricci y de sus compañeros. Los jesuitas, que no son los primeros que han penetrado en China, tampoco son los únicos que están allí. Se encuentran en completo desacuerdo con los misioneros dominicos y franciscanos, que se oponen a sus métodos de adaptación y les reprochan sobre todo hacer demasiadas concesiones a las costumbres y ceremonias chinas, como la de permitir que los convertidos practiquen el culto a Confucio y a los antepasados, lo que es incompatible con la doctrina católica. Ricci siempre había pensado que esos ritos no tenían otro objeto que el de dar las gracias a Confucio por «la excelencia de su doctrina». Sus acusadores pretenden que esos ritos son simplemente una muestra de idolatría. Además de eso, siguiendo el ejemplo de Ricci, para traducir la palabra Dios, los jesuitas utilizan un término chino, T'ien-chu, que significa «señor del cielo». Sus adversarios sostienen que, puesto que T'ien significa cielo en un sentido material, lo que los jesuitas enseñan es una religión idólatra.
Se envían denuncias a Roma. La «disputa de los ritos» adquiere pronto una dimensión universal. En 1645, Inocencio III condena la participación de los cristianos en las ceremonias de Confucio. Alejandro VII, por el contrario, vuelve a autorizarla en 1656. Sin embargo, ese mismo año, la polémica renace en Francia, donde Blaise Pascal, partidario decidido de las tesis jansenistas que combaten los jesuitas, lanza una diatriba > contra ellos. Las famosas Cartas a un provincial, o Provinciales, son una de las requisitorias más duras que se hayan pronunciado nunca contra la Compañía. Pascal afirma que en China los jesuitas «han permitido a los cristianos la pura idolatría». En 1669, Clemente IX promulga un nuevo decreto de condena.
Los jesuitas continúan defendiéndose. Tratan de mostrar lo que se arriesga con las condenaciones romanas, pero de nada sirve. Están cogidos entre dos fuegos: de una parte, sus adversarios que les acusan de desobedecer las órdenes del papa; de otra, el emperador de China que, a pesar de toda su simpatía por los padres, se irrita ante la postura romana. Mientras que en 1706 prohíbe a los extranjeros enseñar todo lo que sea contrario a las tradiciones chinas, en 1715, Roma, con la bula Ex illa die, impone a los misioneros la obligación de renunciar a toda práctica «supersticiosa», en otras palabras, a todo rito tradicional chino.
Abrumados por persecuciones cada vez más frecuentes, sobre todo por parte de los mandarines, los neófitos acaban por renunciar a la liturgia cristiana, y muchos apostatan públicamente. Pero Benedicto XIV se mantiene firme y, en 1742, prohíbe una vez más los «ritos chinos», y llega a exigir a los misioneros un juramento de sumisión. Eso no es más que el preludio de la supresión de la Compañía que, como veremos, se está tramando por esa misma época al otro lado del Atlántico, en Paraguay.
Sin embargo, la «disputa de los ritos» está lejos de haber terminado. Reaparecerá en pleno siglo XX con el nuevo avance misionero en Japón y China. Será Pío XII el que ponga fin a ese dramático enfrentamiento entre dos concepciones distintas de la adaptación del cristianismo a las culturas locales cuando, en 1939, apenas elegido, permita la participación de los cristianos en los ritos civiles, dando así la razón a los jesuitas. Pero el impulso dado por Ricci y sus sucesores se ha roto definitivamente desde hace mucho tiempo, y China nunca llegará a reconciliarse del todo con la Iglesia católica. Todavía en 1982, el gobierno de Pekín se negaba a participar en las fiestas organizadas en Roma para celebrar el cuarto centenario de la llegada de Ricci a Macao.
El asunto de los ritos no es un episodio aislado en la trajinada historia de los jesuitas. En la India, a partir de 1605, Roberto de Nobili intenta también utilizar los métodos de Ricci. Al comprobar la falta de éxito de la misión, cree ver una de las causas en la reacción de los brahmanes ante el género de vida que llevan los portugueses. Con la aprobación de sus superiores, de Nobili adopta los usos y costumbres indios y se somete a la reglas minuciosas de la etiqueta local. Su dieta se compone de arroz, leche y algunas hierbas, una sola vez al día. Va vestido con una túnica de lino amarillenta y un velo blanco o rojo sobre los hombros. Lleva calzado con suela de madera, y sobre el pecho el cordón que distingue a las castas de los brahmanes y de los rajaes, del que cuelga una pequeña cruz. No todo el que quiera puede acercarse a él, puesto que pertenece a una casta superior. Cuando logra reunir un grupo de neófitos, les da a entender que, si quieren hacerse cristianos, podrán conservar las costumbres de su casta.
Lo que hace de Nobili no es una comedia. Lo mismo que Ricci, cree que el cristianismo no es incompatible con los ritos de una cultura. ¿Que hay muchas supersticiones mezcladas con las costumbres brahmánicas? «Cercenamos esas ceremonias supersticiosas y las sustituimos por oraciones cristianas. Los usos civiles quedan así santificados [...]. Poco a poco, irán introduciéndose las otras costumbres de la Iglesia.» Los dos ejes de su labor están claramente definidos: respeto a la cultura, autenticidad de la evangelización.
El jesuita permanece diecisiete años en Madura, donde su influencia es evidente. Pero esa influencia se limita a los indios de casta superior. Sueña entonces con nuevas maneras de adaptación que permitan llegar a todas las capas sociales. Y es en la cultura india donde de Nobili encuentra la solución a ese problema. Hay unos penitentes, los pandarams, que pueden ayudarle a introducirse en otras castas. Lo normal es que esos penitentes no tengan contacto con las castas superiores, pero, en el plano religioso, conservan un cierto prestigio entre ellas, sin dejar por eso de poder frecuentar las castas más humildes. ¿Por qué no crear una categoría de misioneros que sean pandarams cristianos? De Nobili consulta con el arzobispo y el provincial y obtiene su aprobación. El primer misionero pandarasami será Balthazar da Costa. Recorre la misión a pie y, en tres años, bautiza a 2 500 adultos.
Roberto de Nobili muere el 16 de enero de 1656 y deja una obra prometedora y criticada. Su gran proyecto de «abrir la puerta» del mundo indio al Evangelio tiene muchos enemigos, a pesar del apoyo constante del general Aquaviva, y después el de su sucesor Vitelleschi. A fines de siglo. Roma desaprueba el «método» de Nobili. Sin embargo, en 1979, el padre Arrupe, entonces general de los jesuitas, abría una consulta sobre la misión contemporánea con estas palabras: «La evangelización debe vivificar a ese ser, personal y único, que es un hombre, y un hombre inserto en la cultura que él ha contribuido a formar. La evangelización, por lo tanto, ha de tener en cuenta el contexto especial y diferenciado que es propio de cada pueblo.» ¿No podemos decir entonces que la gloria y —¿por qué no?— el genio de Ricci y de Nobili es haber sido los precursores de esa actitud?
Para alcanzar ese fin, más atrevido —y todavía más peligroso— aparece en el siglo XVII el asunto de las reducciones de Paraguay que, en un contexto completamente distinto al de China o la India, busca abordar los problemas de civilización, dando la medida del riesgo que la Compañía de Jesús está dispuesta a correr para aplicar a la misión sus principios de educación total, puestos ya en práctica en los colegios, y su búsqueda de un humanismo cristiano. Se comprende hasta qué punto incluso las realizaciones más perfectas del espíritu ignaciano —y la «inculturación» del mensaje evangélico en China o la India forma parte de ella lo mismo que ese proyecto de las «reducciones» de Paraguay— no carecen de ambigüedad. La afición al poder —incluso «desinteresada»— se muestra con tal fuerza en los jesuitas que va a empujarlos, si no naturalmente, en todo caso sin comedimiento, hacia el absolutismo.
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Lic. Tamara Le Gorlois
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