La Compañía de Jesús en América


En 1549, los jesuitas desembarcan en el Nuevo Mundo.
En 1553, son ya treinta los que trabajan en Brasil.
En 1587, penetran en Paraguay, donde su primer cuidado es fundar un colegio en Asunción. Pero en seguida envían además misiones de reconocimiento a los territorios indios. Ortega y Filds entran así en contacto con los guaraníes que, lejos de ser el pueblo estúpido, feroz, caníbal, perezoso y cruel que pretendían algunos viajeros de la época, se muestran más bien pacientes, dulces y flemáticos, muy sociables y confiados, y acogen bastante bien a los misioneros.
Al mismo tiempo, las relaciones entre la Compañía y los colonos españoles se deterioran. Los religiosos claman en el pulpito contra la utilización abusiva de los trabajadores indios, y se ganan también de paso la enemistad de los colonizadores. Pero hay un peligro que amenaza a los españoles: aunque los guaraníes estén tranquilos, no están sometidos. ¿Por que no emplear a los jesuitas para neutralizarlos?
Una vez más, en la solución que se adopte, la política y la evangelización van a ir estrechamente unidas, aunque tengan intereses divergentes. Se decide aislar a los indios de la colonia española. Excluidos del mundo europeo, van a ser «reducidos» en aglomeraciones aparte. Como contrapartida, estarán exentos del «servicio personal» y no sujetos a la autoridad de los funcionarios reales, ya que los jesuitas son los encargados de imponer la ley.
En 1609, el padre Diego de Torres, provincial de Paraguay, envía a Marcelo de Lorenziana, hasta entonces rector del colegio de Asunción, a vivir entre los guaraníes. Los comienzos son modestos. Algunas familias aceptan agruparse en lo que luego será San Ignacio (Ignacio de Loyola y Francisco Javier fueron canonizados en 1622).
Van apareciendo otros pueblos análogos a lo largo del río Paraguay y de su afluente el Paraná. El más grande fundador de «reducciones» es Antonio Ruiz de Montoya, que será luego el superior general de la República de los Guaraníes.
Las dificultades no tardan en presentarse. Los jesuitas alejan las reducciones de Asunción para ponerlas .al abrigo de los españoles, pero, al hacerlo, las acercan a los portugueses establecidos en Brasil. Estalla en seguida la guerra con los «paulistas», habitantes de la futura Sao Paulo, que en aquella época no son más que una banda de malhechores, famosos por su ferocidad, apodados los «mamelucos». Los jesuitas parlamentan con las autoridades portuguesas, pero nada consiguen. Recurren entonces a la corona española, que les concede el derecho de armar a los guaraníes. Los indios demuestran ser tan buenos guerreros, que derrotan varias veces a los mamelucos y les obligan a dejar de hostigarlos. Las reducciones pueden entonces desarrollarse tranquilamente. En la época de su apogeo, hacia mediados del siglo XVIII, las reducciones cuentan entre 150000 y 300000 habitantes: los cálculos nunca han sido demasiado exactos. Forman una «república» que se extiende sobre una superficie de 650 kilómetros de sur a norte y de 600 kilómetros de este a oeste, es decir, un territorio superior a la mitad de Francia, en el que se agrupa una treintena de poblados.
La disposición arquitectónica de las reducciones sigue el plano adoptado por los españoles para las ciudades del Nuevo Mundo. En el centro, la plaza Mayor y la iglesia. Alrededor de la plaza, la Casa del pueblo, el colegio de los padres, la Casa de las viudas y el hospital. Cada familia tiene su propia casa, al principio muy rudimentaria y luego de ladrillo.
La organización es independiente en todo lo que toca a su organización interna. Elige un consejo municipal, y el voto se hace por aclamación. La propiedad privada coexiste con la producción colectiva, que sirve para sufragar los gastos comunes y para pagar el tributo debido al rey de España. La cría de ganado colectiva permite hacer abundantes distribuciones de carne. La policía se encarga de vigilar el orden, y se emplea la pena de azotes, pero, en cambio, queda abolida la pena de muerte. La enseñanza es primaria o, más bien, profesional. Al joven guaraní, más que darle una formación «intelectual», con la que no sabría qué hacer, se le enseña un oficio. Los talleres producen los objetos indispensables. Los guaraníes, que son gente hábil, trabajan los metales y fabrican armas. Pero se dedican también a la alfarería y hacen tejidos y relojes.
La vida en la reducción se parece mucho a la de un convento. La jornada empieza a las cinco de la mañana, a toque de tambor; luego viene la misa y después el trabajo. Los días de tiesta hay grandes celebraciones litúrgicas y teatrales. Los guaraníes, que son muy escrupulosos, dejan a veces sus ocupaciones para ir a confesarse. Se casan muy jóvenes: los chicos a los diecisiete años, las chicas a los quince. La fidelidad conyugal ha de ser absoluta. Bajo la mirada de los padres, no se hacen bromas con el amor.
En esa sociedad superorganizada, el papel de los jesuitas es, en principio, el de aconsejar, dirigir y formar. En la realidad, su poder es inmenso. Uno de ellos está a la cabeza de la confederación y lleva el título de superior general, y la confederación tiene competencia en todas las cuestiones que afectan a la defensa nacional, la justicia, el comercio exterior y la legislación.
Las reducciones, hasta Voltaire, son la admiración de toda Europa. Pero despiertan también su envidia y muy pronto su hostilidad. España y Portugal se unirán para acabar con ellas. En 1750, el «Tratado de los limites» cede a Portugal el Uruguay superior, un territorio que comprende siete de las reducciones más ricas, indispensables para la economía de la confederación. ¿Qué van a hacer ahora las reducciones? ¿Van a resistir? Los jesuitas han recibido instrucciones de Roma. Su general ordena «la pronto ejecución de las voluntades reales». Los padres contemporizan y piden que se les conceda un plazo.
El asunto tarda en resolverse y los portugueses se impacientan. Llega entonces a Buenos Aires un visitador del general de los jesuitas que, desde allí, se dirige a las reducciones. Se le recibe con frialdad, y un cordón de soldados guaraníes le cierra el camino, dispuesto a disparar si da un paso más. El visitador, indignado, dice que eso es una rebelión, y un cacique le contesta: «Sólo recibo órdenes del padre superior y del cura.» El representante de Roma echa la culpa al provincial de Paraguay, que hace las mayores protestas de humildad. Antes dejar las reducciones que ser acusado de rebelión contra Su Majestad y, aun menos, contra un enviado del padre general.
Varios años después del tratado de 1750, los portugueses no han conseguido todavía entrar en las reducciones. Eso es ya demasiado. La campaña de denigración que se monta en Lisboa, atizada por el marqués de Pombal, se extiende rápidamente a las principales capitales europeas. Lo que antes se susurraba al oído se dice ya a voces, y se profieren las más fantásticas acusaciones contra los «hombres negros». Poder oculto, colusión permanente con los bancos, contactos con los gobiernos extranjeros. Las cortes de Portugal y de España no se cansan de ampliar y difundir los crímenes de los jesuitas.
En abril de 1767, Carlos III de España, no contento con expulsarlos de su reino, invita a su hijo, el rey de Nápoles, a hacer lo mismo. Portugal ya les había precedido al ordenar desde 1759 verdaderas deportaciones de jesuitas. En enero de 1768, Carlos III firma un decreto complementario que destierra a los jesuitas de Paraguay. Los términos en que se ordena ponerlo en ejecución son testimonio del odio del rey hacia ellos: «Si, después del embarco, quedara todavía un solo jesuita, ya sea enfermo o moribundo, seréis castigado con la muerte. Yo, el rey.»
El ejército va cercando entonces las reducciones una tras otra; los jesuitas no oponen resistencia a ser arrestados, y los guaraníes los ven marchar con una especie de fatalismo. Se ha desvanecido su antigua combatividad. Pombal y Carlos III han ganado la partida. La Compañía está vencida. Una oleada de traficantes se lanza sobre los supuestos «tesoros» de la República guaraní. Ha caído el poder de los jesuitas, pero el poder de la codicia, que nunca se debilita, recobra sus derechos. A principios del siglo XIX, no queda ya en las reducciones piedra sobre piedra. Los guaraníes que han sobrevivido vuelven a la vida nómada. El ensayo de «socialismo cristiano» ha tenido un fin lamentable.
Habría sido muy sorprendente que la Compañía, siempre interesada en el descubrimiento de nuevos mundos, tanto culturales como geográficos, no se sintiera también atraída por América del Norte. La epopeya en esa zona, que empezaría poco después de la muerte de Ignacio de Loyola, no iba a ser tampoco un paseo exótico.
En el momento en que los primeros jesuitas llegan a las costas del noroeste de Florida, el 14 de septiembre de 1566, y se disponen a tocar tierra cerca de la ciudad de San Agustín, una tempestad repentina empuja la embarcación mar adentro. Dos semanas más tarde, el padre “Pedro Martínez desembarca en la isla de San Juan y tiene que pedir limosna para comer. Sufre luego el ataque de los indios, que le hunden primero en el agua y luego le matan a golpes. A ese drama seguirán otros varios, pero no por eso dejan de llegar nuevos jesuitas. En 1687, uno de ellos, Eusebio Kino, originario del Tirol, funda una misión en pleno corazón de un territorio indio, al sur de la actual ciudad de Tucson. No larda en convertirse en un especialista de la lengua pima. Como también sabe trazar mapas, se hace explorador y luego granjero y ganadero. Unos 30000 indios de esa región se convierten al cristianismo.
La historia de los jesuitas de Nueva Francia empieza con la llegada de los padres Pierre Biard y Enemond Massé a la colonia fundada por Samuel Champlain en Acadia, la actual Nueva Escocia. Sin embargo, tres años más tarde, tienen que volver a Francia. En 1625 se produce un nuevo míenlo de establecerse, pero queda reducido a la nada con la toma de Québec en 1629. La tercera tentativa va a ser una de las misiones más difíciles de todos los tiempos.
En 1632, treinta jesuitas salen de Québec y se internan en el territorio de los hurones. Un país de proporciones desmesuradas, con un clima literalmente inhumano y siempre bajo la amenaza de un imprevisible enemigo. Jean de Brébeuf recorre tres veces la ruta del oeste que, por el San Lorenzo, el Outaouais, el lago Nipissing y el río de los Franceses llega hasta la bahía de Georgia, situada sobre el lago Hurón. Un viaje agotador, que dura unos treinta días y se hace en canoas de corteza de árbol que hay que transportar a través del bosque cuando es necesario evitar cascadas y torrentes. Todo eso sin contar la mala alimentación, que es siempre la misma, y el tormento de los mosquitos.
Los hurones son aliados de los franceses, y eso es una ventaja para fundar una misión. Brébeuf empieza la obra o, mejor dicho, el estudio. Durante cinco años observa la vida social, política y religiosa de los hurones. «Hay que estar dispuesto —escribe a sus colegas de Europa—, por gran maestro y gran teólogo que se haya sido en Francia, a ser aquí pequeño escolar, y además, válgame Dios, de qué maestros.» ¡Pero qué discípulos! Los misioneros aprenden, no sólo el hurón, sino las reglas esenciales de las lenguas y dialectos que hablan una quincena de tribus, entre ellas la de los iroqueses. Hurones e iroqueses proceden de un mismo grupo étnico, salido de Ohio hacia el año 1200.
El trabajo paciente de Brébeuf da algunos resultados, pero, para hacerse una idea del carácter y el valor de ese hombre, bastará saber que después de siete años de trabajo y de una vida llena de incomodidades, en la misión del país de los hurones no hay más que sesenta cristianos. ¡Como para descorazonar al más celoso de los apóstoles! Pero el temple de Brébeuf es de otra clase. Se muestra tan realista y buen organizador como intrépido y ardiente.
En los años 1647-1648, cuando la rivalidad entre los hurones y los iroqueses alcanza el grado más alto de intensidad y crueldad, las Relaciones de los jesuitas, esas cartas enviadas por los misioneros a sus superiores, antes llenas de noticias sobre conversiones y epidemias, ya no hablan más que de matanzas y saqueos. El 16 de marzo de 1649, más de mil iroqueses atacan Ja misión de San Ignacio, luego San Luis, donde viven Brébeuf y otro jesuita, Gabriel Lalemant. Los iroqueses los hacen prisioneros y los llevan a San Ignacio, donde los dos tienen que soportar terribles suplicios. Una ayudante de Brébeuf, que pudo ver su cuerpo, nos ha dejado este testimonio: «El padre Brébeuf tenía las piernas, los muslos y los brazos descarnados hasta el hueso, yo he visto y tocado muchas grandes ampollas que tenía en distintas partes de su cuerpo: agua hirviendo que esos bárbaros le habían echado por hacer burla del Santo Bautismo. He visto y tocado la Haga de un cinturón de corteza lleno de pez y de resina que abrasó todo su cuerpo. He visto y tocado las quemaduras del collar de hachas que le pusieron sobre la espalda y el estómago. He visto y tocado sus labios que le habían cortado porque no dejaba de hablar de Dios mientras le hacían sufrir. He visto y tocado la abertura que esos bárbaros le hicieron para arrancarle el corazón.»
Los hurones no pueden resistir el ataque de los iroqueses, y su confederación se deshace definitivamente. El 10 de junio de 1650, trescientos hurones, acompañados por los jesuitas, embarcan para Québec. En la primavera de 1651, los restos del pueblo de los hurones se establecen en la isla de Orleans, sobre el San Lorenzo, no lejos de Québec. Esa misión, que tan cara le ha costado a Jean de Brébeuf y sus compañeros, no ha durado más que quince años (1634-1649). Sin embargo, la dispersión de los hurones sí va a servir para que se oiga hablar de la fe entre las tribus de los Grandes Lagos de Canadá y las que viven en las orillas del río Hudson. Y los convertidos serán el núcleo de esas comunidades cristianas que los jesuitas irán a formar más tarde entre los terribles iroqueses. Todavía ahora no puede uno quedarse indiferente ni dejar de asombrarse al encontrar a sus descendientes, fervorosos cristianos, en una reserva como la de Caughnawaga, en los alrededores de Montreal, con los jesuitas a la cabeza de la parroquia, naturalmente.
Junto a la figura destacada de Jean de Brébeuf, y entre la cohorte de mártires de Nueva Francia, sería injusto no citar también la personalidad atrayente de Isaac logues. Aunque sólo fuera porque le debemos unas admirables cartas sobre la vida de los iroqueses, de los que fue prisionero de 1642 a 1643. Un prisionero muy maltratado, por cierto: «Me quemaron un dedo y me machacaron otro con los dientes; dislocaron los que ya estaban machacados rompiendo los nervios, de tal manera que todavía ahora, que ya se han curado, siguen estando espantosamente deformados.» Con esas palabras comunica a su provincial, a principios de agosto de 1643, unos cuantos detalles sobre los malos tratos que ha tenido que sufrir. Poco tiempo después, Isaac Jogues logra escapar, llega a Albany, y baja hasta Nueva Amsterdam (Nueva York). En 1644, vuelve a Nueva Francia y participa en las conversaciones de paz entre hurones e iroqueses que se celebran en Trois-Rivieres. Ya se sabe lo que saldrá de esa negociación. Jogues, por su parte, en 1646 vuelve a caer en manos de los iroqueses, que le hacen responsable de las malas cosechas y le matan a golpes de hachas de guerra el 18 de octubre de ese mismo año,
Pero ni las persecuciones ni las muertes interrumpen la actividad de los jesuitas en América del Norte. En 1673, algunos padres desempeñan incluso un papel muy importante en el descubrimiento del Mississippi. Otros se establecen en la región de los Grandes Lagos y en Illinois, y tres se dirigen a Louisiana. La implantación no sigue un plan determinado. Depende esencialmente de circunstancias fortuitas. El juego de persecuciones y protecciones es entonces mucho más decisivo que la estrategia, verdadera o supuesta, que se sigue en Roma para colocar a los jesuitas en primera línea, siempre que se trate de la expansión del catolicismo. Una posición que es independiente de la importancia numérica. Cuando sea suprimida la Compañía, en 1773, no habrá más que veintitrés misioneros jesuitas en los Estados Unidos.
Como es natural, la relación de fuerzas se presenta de distinta manera en Europa. En dos siglos, los jesuitas han terminado por invadir ciertos dominios estratégicamente esenciales. El aumento constante de los afectivos ha hecho que la Compañía pase de tener 17600 miembros en 1679 a 22000 un siglo más tarde. Esa «minima societas», como la llamaba Ignacio cuando sólo contaba unas cuantas decenas de jesuitas, ha conquistado una especie de monopolio en materia de pedagogía. En Francia, después de quedar proscrita en 1594, la Compañía es restablecida plenamente en 1603. Desempeña entonces tareas excepcionales y muy arriesgadas. Los jesuitas se han convenido en confesores de los reyes. El padre Colon, de Enrique IV, el padre Suffren, de Luis XIII, y el padre de la Chaize, de Luis XIV. Los confesores, por lo general, se muestran prudentes, pero, sobre todo con el Rey Sol, la personalidad real no hace precisamente del penitente un discípulo dócil de los Ejercicios de san Ignacio. Hay que transigir, tener paciencia, negociar y sufrir las constantes envidias de la corte.
En los siglos XVII y XVIII, la Compañía se crea un número cada vez mayor de enemigos. Los unos le reprochan su humanismo, su sentido de la adaptación que llegará hasta los excesos, reales, de la casuística, los otros, en una época en la que la Santa Sede representa una potencia política, no ven en ella más que una fuerza papista con la que hay que acabar. Para rebajar el poder de la Iglesia, hay que destruir la Compañía.
En ambos casos, los motivos de queja están muchas veces justificados. En la disputa sobre la gracia, que oponía a jansenistas y jesuitas, estos últimos desarrollaban a ultranza su casuística que adaptaba la moral a cada situación y a cada categoría social. Se trataba de hacer que la «virtud» fuera fácil para todos, de acuerdo con la tesis del «probabilismo» que, entre dos deberes, permitía al penitente elegir, y a! confesor aconsejar el menos difícil de ellos siempre que una autoridad reconocida —un casuista— hubiera declarado que esa elección era admisible. En cuanto a la cuestión de la política de la Santa Sede, la Compañía se identificaba tan íntimamente con el papado, tanto en sus buenas como en sus malas decisiones, que los enemigos de la Iglesia de Roma tenían que ver por fuerza en ella un primer «escudo» que había que hacer saltar.
Como siempre, es un suceso relativamente menor el que va a poner fuego a la pólvora. La Compañía está ya desterrada de España, de Portugal y de Paraguay cuando estalla en la Martinica el asunto del padre Lavalette, un jesuita que, después de haber explotado grandes plantaciones y organizado una empresa de transportes marítimos, no tiene más remedio que declararse en bancarrota. Los acreedores de Lavalette se vuelven entonces contra la Compañía. Los jesuitas franceses cometen la torpeza de escudarse tras una regla de la orden que estipula la autonomía financiera de cada casa. Nueva metedura de pata: el provincial de París apela al Parlamento, lo que provoca un debate apasionado sobre las actividades de la Compañía. El 6 de agosto de 1762, el Parlamento no sólo condena a los jesuitas franceses al pago de las deudas de Lavalette, sino que aprueba un acta de disolución de la orden, considerada como «un cuerpo político cuya esencia consiste en una continua actividad para llegar por toda suerte de vías, directas e indirectas, secretas y públicas, primero a una independencia absoluta y, sucesivamente, a la usurpación de toda autoridad». Ya no falta más que ejecutar la sentencia. El día í de diciembre de 1764, Luis XV declara que la Compañía de Jesús ha dejado de existir en Francia.
Clemente XIII, que protegía a los padres contra viento y marea, muere en 1769. A partir de ese momento, los Borbones ejercen presión sobre el cónclave para que elija a un candidato que se comprometa a suprimir la orden de los jesuitas. Por su parte, los cardenales españoles, en una reunión preelectoral con los franceses, declaran que ellos «no han venido a hacer un papa, sino a suprimir la Compañía».
Giovanni Vincenzo Ganganelli es elegido el 19 de mayo, y se convierte en papa con el nombre de Clemente XIV. Durante casi cuatro años resiste el acoso de los embajadores de España, Portugal y Francia, que no ceden en su empeño: la disolución de la Compañía es una necesidad, un objetivo no negociable. El nuevo papa contemporiza, e intenta tratar con dureza a los jesuitas para contentar a sus adversarios. Esa táctica dilatoria fracasa después de la llegada a Roma, en el verano de 1772, del nuevo embajador de España, José Moñino, que será el que, con una energía inflexible, obligue por fin a Clemente XIV a ceder. El 21 de julio de 1773, el papa firma el breve Dominus ac Redemptor que disuelve la Compañía de Jesús, aunque no sin haber dicho antes, según se cuenta: “He actuado bajo coacción.”
Hoy se sabe con toda seguridad que el breve pontificio fue obra personal de Moñino, que redacto el «proyecto de los puntos principales», luego el borrador del documento que hizo transmitir al secretario del papa, y que prácticamente fue ese borrador, traducido al latín, el que se convirtió en el texto definitivo, a excepción de algunas modificaciones introducidas por Clemente XIV... para tener en cuenta, según parece, exigencias de última hora de la emperatriz María Teresa, relacionadas de manera esencial con los bienes de la «ex Compañía». Se sabe también que la primera impresión del breve Dominus ac Redemptor se hizo en una imprenta secreta de la embajada de España.
Sin embargo, y a pesar de todo, no parece que Clemente XIV se sintiera demasiado angustiado por la supresión de la Compañía. En cualquier caso, el disgusto no le impidió excederse tanto en su celo hasta el punto de mandar a prisión al último general, Lorenzo Ricci, que acabó sus días en el castillo de Sant'Angelo, no sin haber escrito en su testamento: «Declaro y protesto que la Compañía de Jesús disuelta no ha dado motivo alguno ni ocasión alguna para su supresión. En segundo lugar, declaro y protesto no haber dado jamás el menor pretexto ni la menor ocasión para mi encarcelamiento.» La Compañía muere, pero no se rinde.

Del libro Los jesuitas. Historia de un dramático conflicto. Alain Woodrow. Editorial Sudamericana. 1984.

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Lic. Tamara Le Gorlois

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