Es recurrente en cuentos,
leyendas, danzas, representaciones teatrales y muchos juegos (el ajedrez, juego
de la oca, la rayuela…) –de origen y transmisión ancestral todos ellos–, encontrar
un hilo conductor (el hilo de Ariadna, dirían los entendidos, que guía al héroe
Teseo en los vericuetos del laberinto), donde un arquetipo de héroe o
protagonista –que no es más que uno mismo–, recorre un laberinto, o un
inhóspito camino de bosques oscuros o terrenos escarpados, donde se enfrenta a
monstruos y dragones. Todas estas situaciones sembradas de escollos no son más
que representaciones del iniciado –uno mismo–, tomando conciencia de la
necesidad de enfrentarse a sus egos, vicios y miserias a fin de purgarlos o
sublimarlos.
Es curioso que la rayuela
se jugara tanto en el piso del Foro Romano de la antigua Roma, así como en
lugares tan alejados entre sí como Birmania, China, España y Holanda. Su desarrollo
es siempre más o menos el mismo: es el recorrido en un intrincado y dificultoso
camino a través de cuadros, desde la tierra, saltando sobre uno o ambos pies,
con una piedra o tejo que se va empujando o lanzando, hasta llegar a una
casilla superior –el cielo–, dibujada por lo general con forma de arco, para
volver por el sendero a la tierra. En la simbología pitagórica, el cuatro,
tanto como el cuadrado, son símbolos de la materia; el recorrido por los
cuadros es el recorrido por nuestra propia materia o vicios –representados por
la tierra–, a fin de reconocerlos para trabajar en su dominio; inclusive en el
juego también figura una casilla que es el infierno. En definitiva, todo evoca
el camino iniciático que el Dante recorre en su Divina Comedia, donde tras involucionar
pasando por el infierno, continúa por el purgatorio (donde purga sus pecados o
vicios), para terminar entrando en el Paraíso. En otras representaciones, es el
laberinto donde se viaja a través del caos hasta encontrar el centro de
conexión con la divinidad (un centro de equilibrio y armonía celestial).
El juego de la rayuela termina
cuando alguien logra realizar tres veces el recorrido entre la tierra y el
cielo –el tres es considerado número divino, de equilibrio perfecto–. Los
cuadros pueden tener números: se numeran las casillas hasta el número nueve
–tres veces tres, perfección absoluta–, son los grados iniciáticos, los niveles
de sublimación (de hecho, en el transcurso del juego, se puede descansar en los
números 3, 6 y 9).
Lo celestial se traza con
compás, adquiriendo forma curvilínea, de arco, de círculo o esfera, tal como
reconocemos las cúpulas o bóvedas, al igual que los arcos en el techo y por
sobre todo, sobre el altar, el lugar más sagrado de cualquier templo.
El hecho de haber llegado
al cielo y volver por los cuadros que hacen a la tierra, nos recuerda que el
Cosmos, la Creación toda es cíclica por naturaleza. Todo evoluciona e
involuciona. Polvo eres y en polvo te convertirás, hasta una próxima
reencarnación...
Lic. Tamara Le Gorlois
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