Podemos elegir ser turistas o viajeros; correr o detenernos... Cualquiera sea la opción, es inevitable el impacto que se produce en nuestras vidas y forma de ver el mundo.
Muchos
especialistas hablan sobre el gran impacto que en la salud mental tienen los
viajes. Por solo nombrar algunos, podemos hacer referencia a la doctora
Patricia O’Donnell (psiquiatra y psicoanalista de la Asociación Psicoanalítica
Argentina –APA–); el doctor Claudio G. Waisburg (médico y neurocientífico,
director del Instituto SOMA y ex jefe de Neurología Infantojuvenil de INECO y
del Instituto de Neurociencias de la Fundación Favaloro); Adam Galinsky (profesor
de la Columbia Business School, autor de numerosos estudios sobre la conexión
entre la creatividad y los viajes internacionales); y el renombrado Profesor
William W. Maddux.
Todos nos ofrecen
una reveladora perspectiva: viajar por el mundo no solo es una experiencia
emocionante, sino un catalizador para expandir nuestra mente y creatividad.
Cada nuevo destino representa un desafío que nos obliga a repensar nuestras
formas de ver el mundo. Esta capacidad de adaptación mental, esta flexibilidad
cognitiva, se fortalece con cada aventura que emprendemos.
Al entrar en
contacto con culturas distintas, no solo nos enfrentamos a situaciones inesperadas,
sino que también aprendemos a comunicarnos de maneras diferentes y a comprender
costumbres ajenas. Este ejercicio constante de adaptación mental agudiza
nuestra capacidad para aprender y mejora nuestra habilidad para encontrar
soluciones creativas ante cualquier desafío. Enfrentar lo desconocido nos
permite descubrir talentos ocultos, recursos internos y fortalezas que
enriquecen nuestra inteligencia emocional y fortalecen la confianza en nosotros
mismos.
Las vivencias en
el extranjero no solo promueven la flexibilidad mental, sino que también
profundizan y entrelazan nuestra manera de pensar.
Los viajes
encierran una dualidad fascinante: por un lado, ofrecen disfrute y placer; por
otro, nos empujan fuera de nuestra zona de seguridad, provocando cambios
profundos en nuestro interior. Viajar también tiene un impacto positivo en la
salud mental y emocional: estimula la producción de endorfinas, nos vuelve más
audaces y despierta nuestra capacidad de asombro. Cada recorrido ofrece una
pausa de la rutina y se convierte en una oportunidad para reencontrarnos con
nosotros mismos.
Al emprender un
viaje, nos alejamos de lo cotidiano e ingresamos en un tiempo distinto, como si
fuese un juego con reglas propias, con un inicio y un final definidos. Es una especie
de rito de paso que nos coloca en una fase de transición que puede
transformarnos.
Los beneficios de
viajar no se limitan a la relajación. Se estimula el pensamiento lateral, se
despierta la curiosidad, se aviva el deseo de saber. Lo nuevo —y también lo
inédito que podemos encontrar dentro de lo familiar— tiene el poder de
cautivarnos. Viajar como exploración nos adentra en territorios desconocidos, y
en ese recorrido, casi inevitablemente, se inicia un viaje hacia nuestro mundo
interior. Por eso, viajar significa descubrir tanto el mundo exterior como las
profundidades de uno mismo, y también reavivar la pasión por aprender y
comprender.
Estas vivencias
dejan una huella profunda en el cerebro. La experiencia se graba intensamente
en nuestra memoria y contribuye al aumento de conexiones neuronales, gracias a
la motivación que despierta y los cambios que promueve. El psicoanalista
Sigmund Freud, por ejemplo, contempló la escultura de Moisés durante un viaje a
Roma, y una década más tarde escribió un ensayo brillante sobre esta obra de
Miguel Ángel. Así, cualquier persona que se abra a la sorpresa de un viaje
puede encontrar dentro de sí una creatividad inesperada.
El arte, los
paisajes naturales, o un encuentro humano profundo pueden provocar un
movimiento interior que nos lleva a una experiencia transformadora. Cada viaje
es distinto según la personalidad de quien lo emprende, su disposición
emocional, su curiosidad, su flexibilidad y capacidad de entrega.
¿Por qué viajar nos hace bien?
Favorece el
autoconocimiento
Salir de la
rutina y disponer de más tiempo propicia un contacto más profundo con uno
mismo. Es una oportunidad para hacernos preguntas significativas: ¿por qué
elegimos cierto destino? ¿Qué emociones despierta? Al dejarnos tocar por esas
preguntas, podemos descubrir qué nos inspira, qué nos moviliza, y así abrir un
proceso interior activado por la intensidad del momento. Una mirada
contemplativa puede marcar el inicio de un nuevo camino interno.
Reduce el estrés
Viajar reduce los
niveles de estrés, eleva la producción de endorfinas y activa los circuitos
cerebrales del placer. Estos efectos se reflejan en un aumento de las
conexiones neuronales. El cerebro aprende mejor cuando se encuentra motivado, y
viajar, cuando implica una inmersión real en la cultura y la vida local,
desafía al cerebro y lo estimula. Hablar el idioma del lugar, por ejemplo,
tiene un efecto profundo y positivo en nuestras redes neuronales.
Estimula la
creatividad
Artistas,
escritores y científicos han compartido cómo los viajes pueden romper bloqueos
creativos. Estar en un entorno nuevo, lejos de los condicionamientos
habituales, puede liberar la imaginación y facilitar el surgimiento de ideas
nuevas.
Desarrolla el
pensamiento lateral
La experiencia
multicultural amplía la variedad de pensamientos, ayuda a encontrar soluciones
desde distintos ángulos, y favorece la capacidad de hacer asociaciones
creativas. Esto ocurre tanto durante el viaje como al regresar, cuando el
aprendizaje empieza a integrarse.
Amplía la mirada y
modera el chauvinismo
Como decía Aldous
Huxley, “Viajar es descubrir que todos están equivocados acerca de otros
países”. Un estudio de universidades como Rice, Columbia y Carolina del Norte
reveló que al vivir fuera de nuestro país, obtenemos mayor claridad sobre
nuestra identidad, lo cual nos empuja a revisar nuestras creencias y a mirarnos
con ojos nuevos.
Facilita el
acceso a lo espiritual
Viajar a destinos
con significado espiritual, o a lugares soñados desde siempre, puede generar
una experiencia tan intensa que provoque cambios profundos en nuestra forma de
ser. Los viajes con connotación religiosa, por ejemplo, tienen un fuerte
impacto emocional y existencial. Incluso, el simple hecho de planificar el
viaje ya da inicio a ese movimiento interior.
Sirve como
inspiración de vida
Viajar abre
nuevas puertas para comprender el mundo externo, pero también nos permite
acceder a rincones de nuestra subjetividad. Al dejar que el mundo nos toque
profundamente, ciertas vivencias pueden marcar un antes y un después en nuestra
historia personal. Incluso pueden influir en la forma en que nos contamos a
nosotros mismos.
Fortalece los
vínculos
Compartir un
viaje con alguien cercano intensifica las relaciones. La vivencia conjunta de
experiencias extraordinarias refuerza los lazos afectivos. Por eso, incluso en
contextos de crisis —como en una pareja—, una escapada puede ser una
oportunidad para reencontrarse.
Potencia
habilidades psicológicas
Durante un viaje
se despiertan fortalezas como la curiosidad, la apertura mental y la disposición
al cambio. Está comprobado que salir de la zona de confort incrementa la
valentía, el bienestar emocional y favorece momentos de creatividad e
innovación que muchas veces no surgen en la rutina.
¿Qué se necesita
para que un viaje nos inspire?
Es clave dejar
que el mundo exterior nos conmueva hasta lo más profundo. Redescubrir al niño
curioso que vive dentro de cada uno y permitirle explorar con una actitud
abierta, lúdica y creativa. El viaje se convierte así en un espacio donde el
entorno y el viajero se conectan de manera única, generando experiencias
significativas y transformadoras.
Como decía
Antonio Machado: “Se hace camino al andar”. Y con cada paso, se despierta la
neuroplasticidad, se crean nuevas conexiones cerebrales y se abren horizontes
internos. La clave está en proponerse metas que nos estimulen y disfrutar
plenamente del recorrido.
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