Plumas de café

Por
Lic. Tamara Le Gorlois

Estudios recientes de la compañía Dunkin’ Donuts y el portal de empleo Career Builder nos develan cuáles son las profesiones en las que se consume más cafeína. Sin dubitación alguna, quienes más café beben a diario son los científicos. En su alegato sostienen que es porque “sus experimentos a veces duran más de 24 horas y rompen su ritmo circadiano”. Inmediatamente  siguen en la lista de los “cafeinómanos” los editores y escritores, escoltados por quienes trabajan en relaciones públicas, profesores, médicos y enfermeras, cocineros, trabajadores sociales y expertos en finanzas, entre otros.
También, según este estudio, el 46% de los profesionales asegura que es menos productivo cuando no bebe café.
A su vez, según otro estudio de la consultora  Market Research de finales del 2013, el 85 por ciento de los argentinos toman café; el 50% un café diario, y el 40% dos a tres cafés por día.

Las dosis de cafeína intravenosa de los escritores se evidencia en la parda tinta de su caligrafía cuando en sus desvelos, figuras como Alejandro Dumas nos prodigan: "La mujer es como una buena taza de café: la primera vez que se toma no te deja dormir."
Pero si lo que buscamos es la lectura de una sentencia escatológica en la borra del café, nadie más calificado que el sacerdote Charles-Maurice de Talleyrand afirmando: "El café debe ser caliente como el infierno, negro como el diablo, puro como un ángel y dulce como el amor."

Las citas nos hacen intuir que fue el café el elixir que inspiró a grandes poetas a delirar entre lo carnal y lo espiritual, y fue en legendarias tiendas de café, donde estos literatos empeñaron su materia en la fragosa búsqueda de su ánima.

Es especialmente en la capital austríaca donde dejaron su impronta: cada café vienés (wiener kaffeehaus en alemán) trascendía su función de despacho de café para convertirse en la redacción de eminentes periodistas y dramaturgos como Karl Kraus –quien le dedicó largas horas a su diario Die Fackel–, Egon Erwin Kisch, Arthur Schnitzler, Alfred Polgar y Friedrich Torberg, entre otros.

Un centro neurálgico de la élite intelectual de Viena fue el Café Central, abierto en 1860, donde no pasaron por desapercibidos Adolf Loos, Hugo von Hofmannsthal y Anton Kuh. Era algo más que un lugar de inspiración; el famoso escritor y poeta Peter Altenberg recibía allí su correspondencia y ajedrecistas como León Trotzky jugaban en su sosegado salón haciéndole valer, hasta 1938, el nombre de Chess School (Escuela de Ajedrez).

El Café Hawelka es otro de los pocos cafés tradicionales que sobrevive en el centro vienés. Su reputación se vio galardonada con la visita de escritores y artistas de la talla de Georg Danzer, Friedensreich Hundertwasser, Oskar Werner, Ernst Fuchs, André Heller, Nikolaus Harnoncourt y Helmut Qualtinger.

Al norte de Alemania, en Hamburgo, el primer café abrió sus puertas en 1677 (antes que en Viena), pero supo mantener su reputación internacional en muy bajo perfil hasta la inauguración, en 1989, del Literaturhaus Café. Auténtico café al estilo de la Europa Central, con alrededor de 90 eventos literarios anuales, se constituye en la actualidad en foro de escritores de todo el mundo valiéndole el mote de "café de los filósofos”.

A su vez, el Café Procope, fundado en 1686 en el corazón del famoso barrio latino, se posesionó como el restaurante más antiguo de París. De dudoso génesis, se convertiría luego en el referente de la sociedad intelectual: Benjamin Franklin, Thomás Jefferson, Volatire, Alexander von Humboldt y George Sand fueron algunos de sus más conspicuos clientes.

Unas décadas más tarde, en 1760, se inauguró en tierras romanas el Caffè Greco, donde Stendhal, embriagado de tanta belleza artística, comenzó a escribir sobre su síndrome. Grandes compositores como Wagner, Liszt y Mendelssohn fueron visitados por las musas en este café, al igual que Casanova, y Goethe, haciendo escala de su viaje a través de Italia en 1786.

Localizada en la parte opuesta del Teatro Nacional, el Café Slavia es, desde su inauguración en 1863, cenáculo de la comunidad de actores y literatos de Praga: ilustres como Franz Kafka, Rainer María Rilke y el Premio Nobel de Literatura en 1984, Jaroslav Seifert, enaltecen la lista junto a compositores como Smetana y Dvorak.

Más hacia Occidente, en los cafés ibéricos se dio un fenómeno, entre cultural y de vulgar chismorreo, que recibió el nombre de tertulia y en otros casos de "peña". Esta suerte de encuentro de bohemios, sobre todo de literarios, no tardaría en proyectarse en las riveras ríoplatenses. Es sabido que Federico García Lorca se reunía con otros jóvenes intelectuales en la tertulia "El Rinconcillo" del café Alameda, mientras cursaba Derecho en la Universidad de Granada.
Y ya en Buenos Aires, Lorca también preferiría las tradicionales sillas Thonet y marmóreas mesas del Café Tortoni, que desde su inauguración en 1858, ostenta el título de ser el más antiguo café porteño.

Los famosos salones literarios de la Buenos Aires colonial habían regresado a la Reina del Plata tras prolongados exilios, dejando de lado su cáustica esencia política para dar lugar al romanticismo de la Generación del ’80. Poco después sintonizarían también con los avatares filosóficos de las grandes capitales. De estos encuentros nacieron revistas literarias como El escarabajo de oro, El grillo de papel y El ornitorrinco. Adolfo Bioy Casares, Jorge Luis Borges, Alfonsina Storni, Juana de Ibarbourou, Liliana Heker, Roberto Arlt, Conrado Nalé Roxlo, Ricardo Piglia, Humberto Constantini, Isidoro Blaisten, Abelardo Castillo, son parte de una interminable lista de refulgentes figuras que alternaron sus letras en “La Peña” de este café con el arte pictórico y musical de la bohemia porteña.

En la Confitería Richmond se reunió en los años ’20 el vanguardista Grupo de Florida, representado por Norah Lange, Leopoldo Marechal, Oliverio Girondo y nuevamente Jorge Luis Borges, entre otros.
Sábato prefería cortejar solitario a Calíope, la musa de la elocuencia, entre café y café en el Bar Británico, naciendo así “Sobre héroes y tumbas”.
Y no muy lejos de allí, en Pedro de Mendoza y Almirante Brown, el dramaturgo Eugene O’Neill frecuentaba el bar de la negra Carolina, que cerró sus puertas en el año 1927. Es que algunos cafés fueron desaparecido o reorientado su función, producto de la poco rentable fórmula: un café igual a muchas horas de estadía. Sobreviviendo a estas costumbres, el ahora restaurante Los Inmortales recibió su nombre inspirándose en la figura de muchos artistas y escritores que parecían nunca morir a pesar de no contar jamás con un peso para comer: a duras penas pagaban su café con leche con poemas y dibujos.

De todo esto se hace indiscutible que muchas cafeterías se perpetuaron como verdaderos ateneos culturales, Parnasos de las más etéreas plumas, porque como diría con gran clarividencia el dramaturgo y novelista francés Georges Courteline: "Se cambia más fácilmente de religión que de café".

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